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La muerte en el mundo prehispánico era concebida como una dualidad con la vida, pero el camino hacia el Mictlán (lugar de los muertos) se modificó con la liturgia católica por el cielo o infierno como destino pos mortem y con ello costumbres como las ofrendas, las cuales en la actualidad se instalan para esperar las almas de quienes ya no están presentes; la ofrenda funeraria del precolombino en cambio, acompañaba al fallecido en su viaje al inframundo.
Los vestigios arqueológicos encontrados son muy reveladores sobre la forma en la que se preparaba la partida de los seres queridos, señaló la arqueóloga Lillian Torres González, académica del Colegio de Antropología Social de la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.
Ofrendas funerarias
En la época prehispánica no había panteones como tal y una de las costumbres era enterrar a los muertos en su casa, así hubiera fallecido en combate; para el viaje al Mictlán se les enviaba con sus enseres domésticos o los instrumentos que habían utilizado en vida. En las ofrendas funerarias era notoria la clase social, ya que en el ajuar funerario de aquellos que correspondían a la élite había artículos de jade, explicó.
Aunque tenían un profundo sentido religioso, éstas también muestran las relaciones económicas y políticas que había en cada una de las regiones; la zona sur de Puebla fue un enclave importante en el periodo clásico por su relación con la costa y Teotihuacan.
En la comunidad de Las Bocas en Izucar de Matamoros, se encontraron dos entierros con los restos humanos de dos mujeres, había alrededor de veinte vasijas entre ollas, cajetes, vasos, sahumerio, raspadores papel amate, que tenían que ver con su actividad.
A los hombres además de sus cajetes se les ponían sus instrumentos de guerra y herramientas, si eran artesanos o agricultores. En algunos casos se sacrificaba un xoloitzcuintle, perro que le acompañaba en su travesía hacia el Mictlán.
A los niños también se les preparaba, abundó la maestra en Historia, quien al trabajar con un equipo en la zona de Cholula, encontró “el entierro de un niño de entre 6 y 12 años de edad, que estaba acompañado por los artículos que en vida utilizó, como un cajetito de 10 centímetros de diámetro y pequeños cascabeles de cobre, entre otras cosas”, en lo que hoy es una casa colonial.
El camino al inframundo
Las ofrendas funerarias eran muy importantes para que los difuntos pudieran pasar los nueve niveles del inframundo, nueve pasos que tenían que cruzar, así como superar una prueba para llegar al lugar de los muertos.
Dependiendo de la forma en la que se moría, eran los lugares a los que se iba, de tal forma que los niños, que para la religión católica van al limbo, en la cosmovisión prehispánica iban al Chichihuacauhco, donde se encuentra el “Árbol nodriza”, que en vez de hojas tiene senos que dan leche, comentó la investigadora.
Los guerreros, de acuerdo a los entierros que se han encontrado, tenían cortes en los huesos, porque cuando morían en batalla se hacía un ritual sagrado en el cual se les cortaba parte de la pierna o el fémur y se comían la carne.
Esto, aclaró Lillian Torres González, no era un acto de canibalismo, sino un ritual sagrado ya que al comer su carne sentían que estaban apropiándose de sus virtudes, en este caso bélicas; así se quedaban con la fuerza y el poder que tenían los muertos, los cuales eran muy apreciados.
Ellos eran los guerreros que acompañaban al Sol en su viaje durante el día y sólo aquellos que tenían perforado su escudo por la saeta de sus enemigos, eran los que tenían el privilegio de verlo a través de éstas. Todos ellos después de un tiempo se transformaban en colibríes.
Por su parte, las mujeres que morían en el parto acompañaban al Sol por la tarde y bajaban al inframundo. A ellas se les consideraba guerreras porque el hecho de dar a luz significaba una batalla a librar.
En un paréntesis Torres González recordó lo que el arqueólogo Eduardo Matos Moctezuma señala en sus investigaciones: que los nueve niveles del Inframundo están relacionados con los nueve meses de gestación y se compara al inframundo, que es oscuro y húmedo, con el vientre materno, donde se cumple el ciclo de nueve meses para llegar a la vida, de igual forma se tienen que pasar los nueve niveles para llegar al origen.
Quienes morían por alguna enfermedad asociada al agua, como ser ahogados o por un rayo, iban al Tlalocan, que era el paraíso donde había abundancia de comida y vegetación, los demás se iban al Mictlán.
Al referirse a los pequeños cascabeles que se encontraron en el entierro prehispánico de Cholula, la investigadora mencionó que éstos “se asocian a Tláloc, que como Dios de la Lluvia tenía ayudantes y esos eran los niños, que se convierten en Chaneques, unos seres chaparritos que son los que hacen que llueva y cuidan los mantos de agua”.
De acuerdo con las crónicas de Bernardino de Sahagún a los niños que morían se les enterraba con cascabeles y el ejemplo está en entierros prehispánicos encontrados en el estado de México.
Recordando a los muertos en la actualidad
La tradición de venerar y recordar a los muertos ha sufrido modificaciones en una aculturación que muestra elementos mexicas y españoles. Lo que se ofrece a los difuntos varía según las distintas regiones, preferencias, edad, tiempo que tienen de muertos y otros factores y lo mismo se puede ver el pan de muerto, que las flores, comida, copal, bebidas, veladoras, sal, agua, pan, frutas, calaveritas, papel picado y en las últimas décadas las famosas catrinas.
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