Julieta Hernández Jáuregui Galván / Y al recordar las cosas que me decía mi padre en  aquellos sus cuentos rellenos  de fantasías  que le pedía me contara  a la hora de dormir, comprendí  cuán  importante era conciliar mi sueño con el  Amor de mi Padre.

Qué gigante lo veía entonces cuando de pie junto a él,  levantaba la cabeza esperando me cargara  para darme un giro de veinte vueltas,  hasta sentir el mareo que envuelto de carcajadas me llenaban de su protección.

Recuerdo su voz  haciéndome comprender,  que hacer la tarea no era malo, porque debía aprender todo lo que el maestro enseñaba  para llenarme de  conocimientos, que un día iba a necesitar para ser alguien importante,  como entonces lo era él. 

En mis años inocentes todas aquellas palabras eran mágicas para mí, eran ciertas para él  y eran un todo de un mucho que todos los días escuchaba,  con la recomendación de ser obediente siempre,  para ser una buena persona todos los días de los meses que pasaban sin sentir.

En esos  momentos de mi infancia,  no sabía que la buena formación y educación de todo hombre y mujer se establece dentro del hogar;  no en las aulas de los colegios donde reside el centro del saber, aún cuando muchos de ellos se ostenten como centros educativos.

Y los años fueron avanzando,  yo más grande y el más viejo  con el cabello grisáceo y la madurez y sabiduría que con los años me iban enseñando,  cómo hacer de mi camino un sendero de fecunda  trayectoria,  para mí y los hijos que irían llegando, repitiendo aquellas  palabras que dieron sentido a mi vida.

Y vinieron a mi mente, las veces que me rebelé a escuchar lo que no quería escuchar, y hacer lo que no quería hacer, pensando que eran sólo las necedades en que los padres insisten cada vez que hay que llamar la atención,  cuando el niño, adolescente y joven, creen que papá está fuera de moda y esas cosas ya no van.

Cuánto esfuerzo por aceptar en qué consistía  el Amor de mi  Padre,  que tantas veces dudé que existiera cuando fui castigado por una mala conducta,  una nota reprobatoria, una palabra insolente y aquellas faltas de respeto que a esa edad se cometen.

Más tuve que haber crecido y adentrarme a la jungla de la vida, para entonces darme cuenta de qué tamaño era El Amor de mi Padre,  para haber sido firme ante mis rebeldías aceptándome como era sin cambiar su actitud,  aunque por dentro sintiera que el castigado era él,  cuando alguna vez me vio  llorar.

Y recordé aquellas recomendaciones  que se quedaron grabadas en lo más profundo de mi corazón:

Hijo mío, que tu vida esté plena de entusiasmo para ver hacia adelante.

Felicidad para mantenerte dulce. 

Problemas para mantenerte fuerte. 

Penas para mantenerte humano. 

Esperanza para mantenerte feliz. 

Fracasos para mantenerte humilde.

 Exitos para mantenerte anhelante. 

Amigos para que te den bienestar. 

Riqueza para satisfacer tus necesidades. 

Fe para desterrar la depresión.

 Amor hacia tus padres y hermanos. 

Y entonces me di cuenta que mi papá era mi ídolo y quería ser como él. Que él siempre supo orientarme hacia el camino de la fe, la esperanza y los valores humanos. Que siempre había sido mi mejor amigo, mi cómplice y confidente. Que  mi papá nunca se equivocaba, y cuánta razón tenía el viejo  en su apreciación de lo que significaba vivir.

Vivir es un arte me dijo, y es el arte de vivir, el arte de luchar para vivir. El arte de luchar para que otros vivan y el arte de vivir el instante inmenso. El arte de empezar por lo que queda, y el arte de vivir mañana desde hoy. El arte de vivir lo que ayer era mañana y el arte de conocer sin saber. El arte de aspirar el viento y admirar la naturaleza. El arte de saber amarse, y amar a los demás.   El arte de mirar al cielo desde la ciudad,  y mirar que en el cielo vive El Amor de mi Padre Dios. 

El Mundo Requiere… El Amor de mi Padre

Que ha vivido en mi risa y también en mi llanto. En mis noches claras y en las de absoluta oscuridad. En mis momentos alegres  y  en mis etapas de duda, mortificación  y desconfianza.  En mis decisiones y triunfos y también en mis derrotas.  En la insensatez de mis palabras y en su prudencia de sabio. En mi torpeza de joven y en su habilidad de adulto. En mi tibieza de adulto y en su calidez de viejo.  En mis lágrimas de viejo y en su silencio total,  cuando tenga que partir.

Un merecido reconocimiento por  los  Padres de ayer, de hoy  y de siempre;  que comienzan  la gran aventura  de ser padres sin saber nada,  y terminan  sabiéndolo todo…