- Amelia Domínguez
- Categoría: MUNICIPIO
El culto a los muertos es universal, y en México la celebración indígena del Día de Muertos por ser tan especial y diversa, fue declarada en 2003 por la UNESCO: Obra Maestra del Patrimonio Cultural de la Humanidad.
Lo cierto es que se trata de una tradición fuertemente arraigada que viene desde la época prehispánica, particularmente de los aztecas, quienes tenían dos fiestas dedicadas al culto de los muertos y que correspondían a los meses noveno y décimo del año náhuatl. La primera se llamaba Miccailhuitontli y era en honor de los niños muertos, comenzando el 8 de agosto, y la segunda era la fiesta grande de los muertos adultos o Hueymiccailhuitl y empezaba el 28 de agosto.
Al morir la persona, los aztecas y otros pueblos mesoamericanos solían colocar una ofrenda dentro de las tumbas, con comida y bebida y algunos objetos personales, para que el fallecido pudiera aguantar el largo viaje hacia el Mictlán. Era común sepultar a las personas fallecidas con objetos y semillas para que germinaran y de ese modo celebrar la fertilidad y la cosecha.
Con la llegada de los españoles y la religión católica, las fiestas se redujeron a sólo dos días, el 1° y 2 de noviembre, correspondientes a los angelitos o niños muertos y el Día de de los Fieles Difuntos, o Día de Muertos adultos, respectivamente. En la actualidad las distintas culturas indígenas tienen sus propias maneras de celebrar, con más similitudes que diferencias entre sí.
Actualmente en las comunidades indígenas se cree todavía que las almas de los fallecidos reciben el permiso de regresar cada año a sus lugares de origen para visitar a sus familias, de ahí que se les erijan altares u ofrendas con flores de cempasúchil, comida, bebida, velas y veladoras. La temporada está ricamente matizada con música y danzas, algunas más recientes por su naturaleza junto con otras de raíces antiguas.
En Puebla, por ejemplo, en San Gabriel Chilac, cercano a Tehuacán, la ofrenda muy elaborada y rica en sabores consiste en mole de guajolote, champurrado de maíz colorado, dulce de calabaza y tamales de frijol. Una canasta de fruta de temporada lo acompaña, además del pan de sal, hojaldras, bollos, pan de burro. No faltan las bebidas, la cerveza y un vaso con agua, todo ello para que las ánimas puedan saciar el hambre. El altar, enmarcado con un arco de flores, estará iluminado con muchas ceras y veladoras y varios incensarios con copal, para purificar el ambiente.
Diferentes son los altares barrocos que se elaboran en Huaquechula -municipio cercano a Izúcar de Matamoros-, para los que fallecieron durante el año, donde se gastan miles de pesos para su confección –para lo cual se han formado ya especialistas que a eso se dedican-, varios lienzos de raso blanco se despliegan en los tres niveles, ramos de crisantemos blancos o amarillos, elaboradas ceras con papel brillante de colores, angelitos llorones, la foto del difunto y una profusión de alimentos, los cuales también compartirán los dueños de la casa con los visitantes, quienes por lo menos un atolito y un pan, probarán a cambio de sus rezos y una cera o dinero, que aportarán para los gastos de la ofrenda.
Larga sería la descripción de lo que cada región o pueblo realiza en estos días de Muertos, en los que la creatividad se une a la ritualidad e imaginación de la gente, para celebrar y acompañar a sus difuntos, que llegarán otra vez este 1 y 2 de noviembre, guiados por el camino de pétalos de cempasúchil que previamente se les esparcieron, comerán y se irán de regreso al lugar de donde vinieron, complacidos por el recuerdo y el amor que les profesan aún sus familiares y amigos.
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